domingo, 31 de mayo de 2009

El viaje

Cuando decidimos viajar, tomar algunas maletas y meter ahí uno que otro recuerdo, sentimos que una parte de nosotros, una milésima parte se va quedando en el lugar donde partimos, ahí, en ese sitio, en este instante empieza la odisea, la eterna pregunta de lo que será después, de lo que representará el viaje y de qué forma permanecerá en nuestras vidas.

Quizá el viajero, antes de emprender su trayecto no piensa mucho en estas cosas, todo esto viene a su mente cuando a través del vidrio empañado de cualquier aeropuerto su familia se despide con lágrimas en los ojos y sus amigos agitan el puño victoriosos, mirando como el viajero se desplaza lento pero seguro a la sala de embarque, donde al subir al avión todos los recuerdos quedan latentes, navegando por ahí, impregnando a los demás viajeros, algunos acostumbrados, otros a las despedidas, otros al encuentro (esto, sin saber quizá, que el retorno es una de las partes más difíciles del viaje).

Por un momento pienso en la migración de mariposas, en las travesías gitanas, en los tranvías, en el ferrocarril, en el avión, en la brújula, en el camino, en el exilio, en el no retorno, en la huida, en el equipaje, en el barco que se pierde en la inmensidad del mar y a veces termina devorado, en la selva, en la carretera infinita, en las ballenas yubartas, en travesías por el Rio Magdalena, en fin, en el desplazamiento, en el trasladarse a otro lugar, otro sitio inexplorado, al según la RAE: Traslado que se hace de una parte por aire, mar o tierra, o : Ida a cualquier parte, aunque no sea jornada, especialmente cuando se lleva una carga.

A lo mejor por eso viajamos, porque llevamos cargas, y en medio del viaje queremos deshacernos de ellas, dejarlas a un lado, tirarlas al mar, esconderlas en la selva, dejar que se enreden en los motores de la nave, siempre buscando maneras de dejar eso atrás y comenzar en otro lugar, donde nadie nos conoce, donde todos son extraños y podemos, libremente, empezar desde cero.

Creo que el viajar encierra diversos códigos, el exilio auto-impuesto, el desarraigo, el estar alejados de lo que amamos y extrañamos, como si la memoria fuera ese libro añejo que por un momento se cierra y cuando nos alejamos se va abriendo, las páginas pasan, una tras otra, como aves, aves que siguen ese curso que a veces olvidamos.

Thomas Mann, en la montaña mágica, definiría el viaje de la siguiente manera:

“- Dos jornadas de viaje alejan al hombre- y con mucha más razón al joven cuyas débiles raíces no han profundizado aún en la existencia- de su universo cotidiano, de todo lo que él consideraba sus deberes, intereses, preocupaciones y esperanzas; le alejan infinitamente más de lo que pudo imaginar en el coche que le conducía a la estación. El espacio que, girando y huyendo, se interpone entre él y su punto de procedencia, desarrolla fuerzas que se cree reservadas al tiempo. Hora tras hora, el espacio determina transformaciones interiores muy semejantes a las que provoca el tiempo, pero de manera alguna las supera. Igual que éste, crea el olvido; pero lo hace desprendiendo a la persona humana de sus contingencias para transportarla a un estado de libertad inicial; incluso del pedante y el burgués hace, de un solo golpe, una especie de vagabundo. El tiempo, según se dice, es el Leteo. Pero el aire de las lejanías es un brebaje semejante, y si su efecto es menos radical, es en cambio mucho más rápido.”


El espacio gira a través del vidrio del avión, la lejanía recuerda el olor de la ausencia, el silencio del viajero se concentra en sus recuerdos, en lo que dejó y en lo que viene más adelante, la carga quizá que lleva de un lugar a otro se vuelve ligera con el paso del tiempo, ya no hay equipaje, el viajero se enfrenta a sus miedos, a la soledad, ya no hay nadie conocido, está ahí, sentado, solo mirando como el mundo sigue girando afuera.

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